miércoles, 13 de junio de 2007

LA HOGUERA.




Allá, donde la carretera da una vuelta, al lado del alto poste que in­dicia el atajo, brillaba en las tinieblas una hoguera. Yo iba en un coche tirado por tres caballos, escuchaba el tintineo de los casca­beles y respiraba el fresco aire de la noche de la estepa. Conforme me acercaba, la hoguera brillaba más vivamente y las llamas se recortaban destacándose cada vez más sobre el fondo de tinieblas. A poco fue ya posible distinguir el poste iluminado en su parte in­ferior y las negras siluetas de personas sentadas en el suelo. Pare­cían conspiradores que pasaban la noche en un lúgubre subterrá­neo, cuyas bóvedas oscuras temblaban a la luz de las lenguas de fuego de las llamas.
Cuando la luz de la hoguera iluminó las cabezas de los caballos, los que estaban sentados alrededor de ella volvieron la cabeza escu­chando. Todos tenían la cara colorada y estaban en actitud de atención. De pronto sobre el fondo ardiente se destacó la silueta de un perro que empezó a ladrar inquieto. Sin apartar su mirada de nosotros se levantó y se puso en pie uno de los que estaban sentados; en el espacio bajo alumbrado por la hoguera, la figura de aquel hombre parecía enorme.
— ¡Guiarla. . . a! —gritó con voz ruda y gutural al perro.
¿Por qué de noche se siente uno atraído por una hoguera y por la gente que pasa la noche en la estepa al lado del camino? Cuando llevo algún tiempo caminando por el atajo, viendo sólo el cielo re­luciente de estrellas y la oscuridad extendida sobre las llanuras in­finitas, me invade la tristeza de la soledad y me emociona cada lu-cecita que veo allá a lo lejos. Deteniendo los caballos, saludé a la gente y pedí fósforos.
—¡Buenas noches! ¿Quiere usted darme una cerilla?
El hombre que estaba ante mí en actitud de espera, un robusto viejo de ancho pecho, con un gorro de piel de cordero y una pelli­za echada sobre los hombros, no oyó mis palabras, apagadas por el ladrido del perro, y furioso golpeó con el pie en el suelo.
—¡Calla, ladrón! —gritó al mastín; y sin apartar de mí su mirada recelosa, añadió en voz alta, con gutural acento gitano:
—¡Buenas noches señor! ¿Qué desea?
Las ventanas de su nariz se recortaban enérgicamente; las barbas le llegaban hasta los ojos, y en aquellos grandes ojos negros, en aquellos negros y fuertes cabellos que asomaban espesos por debajo del gorro, en las toscas barbas rizadas, en todo se adivinaba la aten­ta rudeza del hombre de la estepa.
—No tengo con qué encender el cigarrillo —repetí con fingida sencillez—. ¿Me hace el favor de darme un par de fósforos?
—¿Acaso los gitanos tienen fósforos? —preguntó el viejo vol­viendo la cabeza y mirando a los otros dos que estaban sentados al lado de la hoguera y examinaban los caballos y el coche—. ¿No po­dría el señor encender con la lumbre de la hoguera?
El viejo se acercó a la hoguera, se inclinó y tranquilamente echó en la palma de la mano una brasa. Me apresuré a encender con ella el cigarrillo y lancé dos o tres rápidas miradas sobre el peque­ño campamento. Uno de los hombres era un campesino andrajoso de pelo rojo, al parecer un obrero vagabundo; el otro era un gita­no. Este último estaba sentado con la cabeza echada orgullosamen-te hacia atrás, y sujetando con las manos sus finas rodillas levanta­das, me miraba oblicuamente. Su rostro, de un moreno azulado, era fino como el de un príncipe oriental. Las córneas de sus ojos se des­tacaban recortadas en su rostro, y los ojos parecían asombrados. Estaba vestido como un galán: botas de piel fina, gorra nueva, americana, una camisa de seda morada y llevaba al cuello una lar­ga cadena de plata que brillaba a la luz de la hoguera.
—¿Quizá se ha extraviado el señor? —preguntó el viejo, tirando la brasa a la hoguera.
—No —balbucí mirando otra vez más allá de la hoguera, que me cegaba con su viva luz.
Entonces se destacaron entre las tinieblas el toldo gris de una gran tienda de campaña, el arco y los timones de un carro tirados en el suelo y, al lado de éstos, un samovar, pucheros y un gran col­chón de plumas, en el que estaba tendida una gitana gorda, vestida con andrajos, que daba el pecho a un niño medio desnudo. Más allá estaba en pie una joven de unos quince años, que me miraba fijamente con grandes ojos, evocadores y de rara belleza. Ella salió
de improviso de entre las tinieblas; yo vi sus fuertes cabellos ne­gros como azabache y la apasionada ternura de sus ojos, de sus la­bios y de todo su rostro de antigua egipcia, y abracé con una mi­rada todas las formas de su esbelto cuerpo juvenil, ceñidas por un fino vestido morado, que le estaba pequeño. Pero tanta era la inte­rrogativa espera en todas las caras, y había tanta audacia en los ojos del vagabundo, que me turbé y tiré de la manga al cochero.
—¿Quiere el señor que le acompañe? —preguntó el viejo con vi­vacidad.
—No, gracias —me apresuré a contestar; y lanzando otra mirada sobre la hoguera me recosté en el respaldo del coche.
—¡Adelante!
Los caballos se pusieron en marcha; los cascos golpearon al com­pás, y los cascabeles sonaron melancólicamente, cubriendo el ladri­do del perro, que echó a correr tras de nosotros . . .
Desapareció el calor y olor a los lampazos quemados; el fresco de la noche me soplaba en la cara, y de nuevo, negreando en la oscuri­dad, corrían a mi encuentro los campos. El arco del atalaje se des­tacaba en negro sobre el cielo, y, oscilando, tocaba a veces las es­trellas.
Pero con más claridad aún que al lado de la hoguera veía ahora los negros cabellos, los dulces y apasionados ojos y el antiguo collar de plata al cuello ... Y en el olor de las hierbas húmedas por el ro­cío, en el solitario tintineo de los cascabeles, en las estrellas y en el cielo, había ahora una nueva sensación, penosa, incomprensible y, precisamente por ello, más dulce. Me parecía que había cometido algo absurdo e irreparable; que había abandonado algo íntimo, crea­do precisamente para mí y que por azar se alejaba de mí para siem­pre cada vez más, cada vez más. . .